La puerta de cristal

La puerta de cristal. Cierta frase de Shapiro decía que una traducción es como un cristal cuya calidad será mayor cuanto menos se noten las imperfecciones. Es decir, que el traductor hace mejor su trabajo si no se nota que ha traducido.

Hace poco me sorprendía a mí mismo comentando traducciones del canal Xplora con otros compañeros traductores por Twitter. Lo cierto es que, en realidad, más que comentar, despellejábamos dichas traducciones; claro, que verter «North Carolina» como  «al norte de Carolina» no es para menos. Y no era el único que se daba cuenta de estos fallos garrafales: sé de otros traductores tuiteros que se fijan en las traducciones del Canal de Historia (en cierta ocasión aseguraban que se había vertido «lightning fast» como «la iluminación, pronto» y que, además, incurrían en un error de primero de carrera, traducir «trillion» por «trillón»). Otros se centran en traducciones que deben ellos mismos corregir, señalando lo hartos que están de ver, por ejemplo, que se traduce «world class» por «de clase mundial». En este último caso, basta una simple búsqueda en Linguee para constatar esa triste realidad.

Ya no solo traductores profesionales: ¿cuántas veces se habrá visto en los informativos de algunas cadenas errores de traducción? Como decir «América» en lugar de EE. UU., traducir «legitimate» como «legítimo» cuando significa «real» o «verdadero» o una simple frase de cierta actriz, «I don’t dance anymore», como un «Ya no bailo más», cuando en realidad significa que antes bailaba y ahora ya no baila, sin más y sin «más». Siguiendo con la metáfora de Shapiro, no hace falta rebuscar mucho para ver que, hoy en día, muchos cristales presentan graves deformidades, cuando no directamente están muy agrietados.

Las circunstancias actuales hacen que se pierda respeto por la labor de traducción: hay ejemplos como el crowdsourcing gratis (da la idea de que la traducción no hay que remunerarla, es algo altruista, y se pueden encargar perfectamente 30 personas de un texto a frase cada una) o el fansubbing (se puede hacer una traducción entera en una noche, así que no será tan difícil) que contribuyen al desprestigio, si bien es cierto que esta última labor acerca al público productos que de otro modo no serían nunca traducidos. El descrédito, unido a la crisis, la picaresca de algunos y el desconocimiento de otros, hace que se produzca una caída de precios que tampoco beneficia en nada a la reputación de la labor traductora.

Mi antigua jefa dijo en cierta ocasión que las traducciones audiovisuales han llegado, en gran parte por las bajas tarifas y los cortos plazos de trabajo, a un punto en el que solo se requiere el mínimo para que se entienda el mensaje: no se presta atención a los matices, puede haber juegos de palabras que queden sin traducir… Y cuántos de nosotros, humildes traductores, habremos visto productos que, aunque no sean mayoría, le otorgan la razón. Además, la celosa protección de las distribuidoras contra la piratería hace que a veces los traductores reciban material completamente en negro salvo la cara del personaje que esté hablando en cada momento. Eso no ayuda en absoluto a mejorar la labor de trasvase.

Y fíjense que, hace poco, en una lista distribución, alguien contaba que cierta empresa le sugirió que debía llegar a traducir 5000 palabras al día si quería llegar a pagar la hipoteca. No dudo de que habrá quien lo consiga sin que el resultado desmerezca en calidad, pero no es algo que se pueda esperar de la mayoría de traductores.

Ese desconocimiento del proceso de traducción, ese afán de aumentar la productividad y disminuir costes, sin duda hacen que la gente no sea consciente del trabajo que supone. De ese modo, seguirán ocurriendo errores, continuará mermando la calidad de los productos finales y, ahora que intentamos a toda costa ser visibles para distinguirnos, ya sea escribiendo artículos, dando conferencias o en las redes sociales, se crea un círculo vicioso, ya que la «visibilidad» no buscada, la que hace destacar para mal al traductor, contribuye de nuevo a deteriorar la imagen de nuestra profesión. Por eso propongo luchar. Luchar por mejorar las condiciones de trabajo, por mejorar los sueldos, por hacer comprender al público, al cliente, lo importante de nuestra labor, vital para que la luna esté impecable y lo más transparente posible. En definitiva, luchar contra esas circunstancias que nos cierran la puerta sin que nos demos cuenta para que acabemos dándonos el porrazo contra ese cristal de Shapiro que, con tantas presiones, de nosotros depende que no acabe con un llamativo ojo de buey o, directamente, echo añicos.